Jorge Luis Borges decía siempre que no leía nada que se hubiera publicado en los últimos cincuenta años; es decir, que antes de leer un libro había que esperar a que transcurrieran cincuenta años desde su publicación. Yo no me puedo permitir el lujo intelectual de ser tan exagerada como Borges, pero tampoco me gusta estar pegada a la actualidad; apenas leo novedades editoriales; sólo estoy al día con un puñadito de escritoras y escritores y uno de esos pocos es
Lorenzo Silva.
Y con limitaciones; porque en realidad sólo soy fiel a las novelas de Bevilacqua y Chamorro, que tienen dos enormes virtudes. Una, los personajes. Rubén Bevilacqua es el primer investigador de mi generación, la que accedió en masa a la universidad, la que se encontró con un veinte por ciento de desempleo cuando acabó la carrera, la que tuvo que aceptar (e incluso buscar con denuedo) empleos por debajo de su cualificación, la que tuvo que emigrar a las nuevas tecnologías y se mueve entre el inconformismo radical de los jipis que la precedieron y el conformismo consumista de los que vienen detrás.
Virginia Chamorro es un poco más joven y tiene el interés de ser una mujer que habita uno de los muchos reinos de la testosterona que aún quedan en nuestro mundo. Virginia es dura y voluntariosa, trabajadora y callada, inteligente y taciturna, peligrosa y vulnerable al mismo tiempo. Una guardia civil de sangre y hueso (porque es flaquita), más que un personaje.
La segunda virtud de estas novelas es la inmediatez que da el relato en primera persona y el
tono directísimo del habla, la prosa fluidísima, contundente, eficaz, que también luce en otras novelas menos negras, como la estupenda
La flaqueza del bolchevique. Una tiene la sensación de que Bevilacqua, el personaje narrador, está sentado en el sofá de su casa hablándole de su trabajo, como hace cualquier amiguete, y salpicando el relato de reflexiones personales y universales que yo al menos tengo en todos los libros subrayadas con lápiz y vienen muy bien cuando una quiere lucirse con las citas.
Bueno, creo que puedo añadir una tercera virtud o acierto. Silva, que es muy listo, sabe que a los humanos en el fondo lo que nos gusta es revisitar lo conocido, y ambienta sus novelas en territorios que resultan cercanos y familiares a los lectores hispanos: Guadalajara, Baleares, Barcelona... En ese sentido, a mí me sedujo especialmente con la novela
La niebla y la doncella, porque me llevó a dos islas que adoro, La Palma y La Gomera, y me hizo, así, disfrutar el doble.
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Lorenzo Silva