Escuela de Machulu. Karakorum. Mikel Alonso.
Cuando yo
era niña, de mayor quería ser maestra, porque para mí en el mundo solo había
dos tipos de mujeres: las madres (y quien dice madres, dice tías y abuelas) y
las maestras.
Bueno, había
un tercer tipo; estaban también las cantantes que veía en la tele, las que
triunfaban en Eurovisión. Pero las cantantes pertenecían a otro mundo, al mundo
de la pantalla y la ficción en general, donde se mezclaban con los libros y los
tebeos, las heroínas de Dickens y las
películas de Tarzán.
Cuando me
atrevía a soñar, decía que quería ser cantante. Cuando no, era plenamente
consciente de que en mi mundo real, en mi barrio, solo podía ser madre o
maestra.
Los hombres
podían ser más cosas: podían ser obreros con buzo, carteros o alguaciles con
uniforme, oficinistas con corbata… Pero las mujeres no; las mujeres solo podían
ser madres o maestras.
Y yo
enseguida elegí ser maestra.
¿Por qué?
Porque las maestras olían rico, se vestían elegantes para ir a trabajar, tenían
las manos blancas y lo más importante de todo:
sabían mucho, sabían muchísimo, y yo intuía, no sé cómo, pero lo intuía,
que ese conocimiento las hacía más libres. Que ese sumergirse en los libros era
como traspasar el espejo de Alicia y adentrarse en otros mundos mucho más
luminosos que el nuestro, que el mío.
§ § § §
Mi escuelita
estaba dividida en dos: el lado de los chicos y el lado de las chicas. Tenía
dos puertas, dos aulas, dos maestras, dos pasillos, dos todo.
Al patio
salíamos los niños y las niñas al mismo tiempo, juntos, pero nunca mezclados.
Las niñas nunca jugábamos con los niños. Al menos yo no recuerdo haber jugado
nunca con los niños. No recuerdo haber tenido nunca ningún amigo. Sí, recuerdo,
en cambio, los nombres y los apellidos de los chicos que nos pegaban y nos
tiraban piedras y balonazos.
§ § § §
Los chicos
jugaban al fútbol en el centro del patio y las niñas nos quedábamos en las
esquinitas. "¡Aparta, chavala!", nos gritaban cuando pisábamos su
territorio.
Un día, tres
chicos vinieron a ocupar también nuestra esquinita. Llegaron, se desplegaron,
tomaron posiciones y, como no tenían balón, se pusieron a jugar al fútbol con
una piedra. "¡Aparta, chavala!"
Aquella vez no me aparté. Un poco por cabezonería y otro poco porque ¿adónde querían que nos fuéramos, si nos expulsaban también de la esquina? ¿Qué teníamos que hacer? ¿Desvanecernos?
No me aparté
y recibí una bonita pedrada en una ceja.
Sangré como
un pollo, lloré como un becerro, la maestra acudió asustadísima y aquellos
tres chavales se llevaron una regañina y un castigo. No volvieron a ocuparnos
la esquinita.
Y yo aprendí que salirme con la mía tenía un precio.
§ § § §
Mi escuela,
pues, no era tan distinta de la de Karakorum. En ambas las niñas, de una manera
u otra, aprendimos que nuestro lugar eran las esquinitas, los márgenes, los
rincones; que había que ceder el centro a otros.
Eso tenemos
en común las que fuimos niñas en mi barrio y las niñas de Karakorum; esas
chiquitinas adorables que ahogan la
risa. Que miran, que se muestran, pero ya saben, porque alguien ya se lo ha
dicho, porque es lo único que han visto siempre a su alrededor, que lo suyo no
es mostrarse, no es figurar, que su puesto es la esquinita, que la suya va a
ser siempre una imagen desdibujada al fondo de la fotografía. Que los primeros
planos, los balones, las bicis, los centros y los cetros son para los chicos.
Las niñas de
Karakorum lo saben. Pero también saben que de mayores serán maestras.
Abandonarán la esquinita, subirán al estrado, tomarán la voz cantante y todo el
mundo se dará cuenta de que saben mucho, muchísimo.