Lécher les vitrines, que dicen allí. O sea, mirar escaparates y no comprar. Aunque no habría estado mal agenciarme, para subir y bajar escaleras del metro, unas sandalias de Jimmy Choo, con lentejuelas y diez centímetros de tacón.
Ver en el Jeau de Paume la exposición de fotos de
Diane Arbus.
Pasear bajo el aguanieve por la
Promenade Plantée.
Por la Promenade Plantée circulas a la altura del segundo o tercer piso de los edificios.
Comer en restaurantes apretados, rozando con el codo a completos desconocidos y sin perder ripio de su conversación. No me quejo. París es así. Lo tomas o lo dejas. Por cierto, en un restaurante del Marais se me cayó el teléfono por la taza del retrete. No entraré en detalles. Lo rescaté de las aguas, le practiqué ejercicios de reanimación, pero no pude salvarlo y murió entre mis brazos.
Cenar crêpes todas las noches. Me encantan, en Bilbao solo los ponen en dos sitios y no son igual, así que en Francia me aprovecho y me atiborro.
Embobarme, cual paleta que soy, con las luces de Navidad de los Campos Elíseos, la avenida Montaigne y las Galerías Lafayette.
Frecuentar papeteries. Me he comprado un rotu y un cuaderno. Soy una antigua. También he comprado novelitas, claro.
Visitar por primera vez el Museo del Quai Branly, más que nada para ver la exposición
La invención del salvaje.
El jardín del Museo del Quai Branly por la noche.
Prometerme a mí misma que volveré pronto. Ya os digo: qué poco original.