Si no puedes vivir sin bingo y sin discotecas, no vayas
nunca a El Hierro. O, al menos, no pases allí más de tres días seguidos. Yo, en
cambio, he aguantado más de una semana y más que aguantaría si no me tuviera
que ganar el pan como me lo gano.
Podría pasar meses llevando el estilo de vida que he llevado
en estas últimas jornadas herreñas. Como anochece pronto, me acuesto pronto (no
hay mucho que hacer de noche en El Hierro) y me levanto con el sol, que poco
después de las siete de la mañana ya me hace guiñar los ojos cuando asoma imponente
frente a mi casa de La Caleta. Si están el mar y el cielo despejados, veo las
siluetas protectoras del Teide y La Gomera y me pongo contenta como una
chiquilla que viera a los reyes magos.
Aproximadamente a un kilómetro de La Caleta, de camino hacia
el aeropuerto, en uno de los lugares más soleados de la isla, hay un
acuartelamiento militar. A las ocho de la mañana, en punto, puntu-puntuan que se dice en vasco, ponen
el himno nacional de España. A todo volumen. Según cómo y de dónde sople el
viento, en La Caleta lo oigo perfectamente, lo tarareo y el soniquete se me
queda adherido al cerebro durante buena parte de la mañana.
El siguiente gran acontecimiento del día es la llegada del
binterito. El binterito es el avioncito de la compañía Binter que sale de
Tenerife a eso de las ocho y una media hora más tarde aparece burrumbando (se
me ha escapado otro vasquismo; perdón) frente a mi ventana. Siempre salgo a la
terraza a ver cómo aterriza, no vaya a ser que no supervise yo el aterrizaje y
se me estrelle en el Tamaduste, que es el pueblo de al lado.
Así comienza el día, con silencio y calma. Y sol. Y
bellísimas nubes grises en las cumbres. Y así sigue transcurriendo. Y así un
día y el siguiente. Y el otro. Y el otro.
La capital de la isla de El Hierro, Valverde, a la que los herreños
llaman simplemente la villa, bulle por las mañanas con criaturas que van a la
escuela, muchachas y muchachos que entran y salen del instituto, gentes de las
aldeas que acuden a los comercios, a los cafés, a los bancos, a sus oficinas,
al ayuntamiento, al cabildo, a hacer sus trámites, sus cosas, sus recados.
Valverde por las mañanas bulle; por las tardes languidece y
por las noches muere.
Camino por sus calles un sábado a eso de las siete de la
tarde. Ya es noche cerrada. Tan cerrada como las tiendas y la mayoría de los
bares. Solo cuento tres abiertos y uno de ellos, sin clientela.
¿Dónde están las niñas con sus bicis, los niños con
monopatín, los adolescentes alborotadores con sus teléfonos móviles? No obtengo
respuesta.
Aunque doy un largo paseo, apenas me topo con una pareja de
rusos que vocifera en su lengua natal y un lugareño muy alto, con las piernas
arqueadas, botas camperas y un sombrero de ala ancha curvada. Cuando llego a su altura, me sorprendo de que
no me salude tocando levemente un extremo, mientras por la calzada rueda el
polvo y fragmentos secos de arbusto hechos bola.