Pregunté a Fátima, mi hospedeira en la isla de Flores, cómo podía ir hasta la vecina de Corvo y ella, muy amable, agarró el teléfono, hizo una llamada y me dijo que al día siguiente, a las nueve de la mañana, en el Porto das Poças, me esperaría Cristino con su embarcación.
Como de Flores a Corvo sólo hay 24 kilómetros, ambas islas se ven perfectamente la una desde la otra. Desde Flores se distinguen incluso las casas y las lucecitas de noche. Pues bien: en el día y hora fijados con Cristino para salir hacia Corvo, el cielo estaba tan negro y el horizonte tan oscuro que ni siquiera se veía la isla, como si la hubieran retirado para labores de limpieza o restauración.
Yo sabía que se iba a poner a jarrear de un momento a otro, porque no hace falta haber vivido largos años en estas islas para reconocer la inminente lluvia; es fácil: ves una cortina gris enorme que avanza hacia ti desde el cielo al suelo y sabes que en unos segundos te calarás.
Nos citamos para el día siguiente a la misma hora y esta vez, aunque el cielo no estaba del todo azul y la mar, bastante picadita, avanzando lentamente hicimos, sin embargo, una bonita travesía.
Y por fin arribamos a la isla de Corvo. ¿Os acordáis de mi teoría de los microuniversos finitos? Bueno, pues Corvo es un microuniverso finito, finito, que te pasas de finito. Tan finito como dieciocho kilómetros cuadrados y cuatrocientos habitantes. Y, por supuesto, una cosa de cada: una ciudad, un puerto, un bar, un restaurante, un hotel, una iglesia, una escuela, una tienda, un fenómeno volcánico que admirar (o Caldeirao, en la foto, verdaderamente vistoso), una carretera y un sendero alternativo que recorrer a pie.
A pesar de tanta finitud, el puerto de Vila Nova estaba animado y lleno de chavalería: quinceañeras y veinteañeros, chiquillas y chiquillos en traje de baño haciendo lo propio; esto es, chillar, carcajear, corretear y empujarse unos a otros al agua. Me pregunté si serían habitantes o veraneantes-emigrantes, pues aquí todavía se estila volver a la patria chica por vacaciones. Me pregunté cómo sería nacer y crecer en Corvo, si eso supondría una huellla indeleble y un abismo de diferencia con quienes provenimos de un continente algo menos aislado.
Me pregunté también por la gente que no es corvense de familia ni de nacimiento ni de toda la vida, que se dice. Seguro que también tienen aquí, como en muchas partes, a la típica inglesa, al típico alemán jipiloco que ha creído encontrar y ha encontrado su edén en la tierra. Y luego están los funcionarios: la médica, la maestra, el cartero... Un día, por ejemplo en Oporto, se presentaron a una oposición y ¡bingo!, les tocó Corvo, que puede que sea el destino maldito, el infierno del empleado público. O no. Quién sabe. Puede que sea el paraíso.
Technorati tags | Corvo Azores
A pesar de tanta finitud, el puerto de Vila Nova estaba animado y lleno de chavalería: quinceañeras y veinteañeros, chiquillas y chiquillos en traje de baño haciendo lo propio; esto es, chillar, carcajear, corretear y empujarse unos a otros al agua. Me pregunté si serían habitantes o veraneantes-emigrantes, pues aquí todavía se estila volver a la patria chica por vacaciones. Me pregunté cómo sería nacer y crecer en Corvo, si eso supondría una huellla indeleble y un abismo de diferencia con quienes provenimos de un continente algo menos aislado.
Me pregunté también por la gente que no es corvense de familia ni de nacimiento ni de toda la vida, que se dice. Seguro que también tienen aquí, como en muchas partes, a la típica inglesa, al típico alemán jipiloco que ha creído encontrar y ha encontrado su edén en la tierra. Y luego están los funcionarios: la médica, la maestra, el cartero... Un día, por ejemplo en Oporto, se presentaron a una oposición y ¡bingo!, les tocó Corvo, que puede que sea el destino maldito, el infierno del empleado público. O no. Quién sabe. Puede que sea el paraíso.
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