Me llamo Gerd Wiesler, pero todo el mundo me llama Visla, que es como suena mi apellido. Soy alemán y funcionario. He pasado por diferentes destinos; entré en esto por vocación y seguí por convicción y adhesión al socialismo. Ingresé en la academia de policía y era bueno: sacaba notas excelentes. Luego fui capitán en la Stasi y era bueno, aunque otros no tan buenos progresaron más que yo en el partido. No me extenderé sobre esto, pues de sobra saben ustedes de qué hablo.
Años antes de que cayera el muro, ya iba todo desmoronándose. Los dirigentes eran hombrecillos despreciables a la altura moral de concejales marbellíes, caricaturas de sí mismos y unos perfectos cabrones que en privado hacían chistes negros sobre el sistema. Y todo acabó derrumbándose cuando me ordenaron vigilar intensivamente a la parejita.
La parejita era de mi misma ciudad, Berlín Este, pero no tenía nada que ver conmigo. Yo vivía en un piso que parecía decorado por el estilista de Ho Chi Min y ellos en un apartamento chachi guay en el Prenzlauer Berg, ese barrio que es ahora tan cool. Se querían mucho y follaban como animalillos. Tenían amiguitos y organizaban fiestuquis con baile y orquesta. Yo estaba requetesolo. Ellos eran artistas: disfrutaban de la literatura, de la música, del teatro... Yo, hasta que se lo robé a ellos, nunca había leído un libro de poesía.
A la vista está que su vida era mejor que la mía. Por eso dejé de vivirla y comencé a vivir la vida de los otros. No me extenderé sobre esto, pues de sobra saben ustedes de qué hablo.
Sigo con mi historia. Ella era actriz de teatro. Una mujerona morenaza, entre Anna Magnani y Charo López, de esas que gustan tanto. Después de ella, dejó ya de estar de moda la sombra de ojos azul. Era capaz de pasarse días en una celda incomunicada y aparecérseme preciosa en el interrogatorio.
Él era autor de teatro. De éxito. Fiel al régimen, pero con malas compañías: intelectuales arrogantes que sacaban las patas del tiesto. Así y todo, era un buen hombre.
No era todo felicidad en la parejita. Tenían un amigo, director de teatro, que estaba en la lista negra de enemigos del partido. No pudo soportar que no le permitieran ejercer su arte y se suicidó. Desde entonces la parejita vivía aterrorizada, con miedo de caer en el ostracismo. Por eso, cuando les apretamos las tuercas, cada uno saló disparado por su lado, para donde pudo. Así es, amigos. O te integras o te defenestran. O vendes un poco tu alma al diablo o corres el riesgo de vivir para siempre con las piernas flexionadas en un rincón. No me extenderé sobre esto, pues de sobra saben ustedes de qué hablo.
La historia no acabó bien para todos. Yo caí en el temido ostracismo, cayó también el muro y ninguno de los dos nos levantamos. Pero tuve mi pequeña recompensa. Y por primera vez en mi vida, me compré un libro.
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martes, 6 de marzo de 2007
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2 comentarios:
Vaya, o sea que acaba bien ;)
A veces no nos damos cuenta de lo afortunados que somos, aunque el sistema tenga sus fallos gordos, de no tener nuestras escaleras plagadas de Wieslers.
Y lo que da más miedo es que eso pasaba hace cuatro días: el muro cayó en el 89.
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