jueves, 30 de julio de 2009

Siete casas en Francia

En realidad no he leído Siete casas en Francia, sino Zazpi etxe Frantzian, la versión original que luego ha sido traducida, para empezar, al castellano, al gallego y al catalán. La versión en castellano no es estrictamente una traducción, sino una autotraducción, pues es obra del propio autor, Bernardo Atxaga, y de Asun Garikano.

Esto de la autotraducción es algo que cultivan bastantes autores vascos, que escriben su obra en dos lenguas. No sé hasta qué punto se practica también en otros rincones multilingües del mundo, pero, como me interesa e intriga, voy a investigar.

Yendo ya a lo literario de la novela, confieso que al comienzo me tuvo completamente desconcertada. ¿Esto qué es lo que es?, pensaba yo. ¡Aventuras en África! Las tropas belgas en el Congo a principios del siglo XX. Hazañas bélicas de refinados exploradores con uniformes relucientes. Epítetos épicos y todo. Exotismo: la selva, el tamtan, los monos, las serpientes, el río, los pájaros, la vegetación... Pero, ¿por qué demonios -seguía yo pensando- se ha venido Atxaga hasta aquí, tan lejos en el tiempo y en el espacio? ¿Qué tiene que ver esto con él? ¿Qué tiene que ver conmigo? Nada. Absolutamente nada.

Es lo que os contaba hace unos días de la literatura conectada con o desconectada de la propia vida. Me quedo con la primera. Me llegan, me tocan, me importan mucho más quienes escriben de lo cercano, de lo interior. Me intriga y me extraña siempre que alguien coloque su obra en, por ejemplo, la China del siglo XIV. ¿Qué voy a encontrar yo ahí? ¿Qué hay que me interese en el Congo Belga, en 1903, en un campamento de hombrones militronchos? No se me ocurre nada más alejado de mí; eso no tiene nada que ver conmigo.

Pero luego el relato fue convirtiéndose poco a poco en una especie de guerra de Gila salpicada con toques de extrema crueldad. Y entonces, por supuesto, fue cuando se puso interesante.

Una vez terminada la novela, me he sumergido en Internet en busca de comentarios, entrevistas y críticas y he sabido por fin qué pretendía Atxaga con todo esto. Dice Atxaga que pretendía desenmascarar la presunta inocencia de las novelas (y las películas) de exploradores, porque esos militares tan nobles y guapetones en el Congo belga se cargaron a más de diez millones de personas, cometieron el mayor genocidio de la historia después de Auschwitz, violaban a niñas de catorce años y mutilaban a sus trabajadores indígenas previamente esclavizados. Ya ves tú, los belgas, que ahora parecen tan inofensivos con sus frites y sus moules y sus organismos internacionales.

Atxaga no pone el foco sobre tamaña crueldad, sino que la nombra de pasada, como quien no quiere la cosa, porque pretende que el lector se detenga, piense "¿he leído de verdad lo que he leído?", retroceda, se impresione y reflexione por su cuenta. Si eso era lo que pretendía, conmigo, por lo menos, lo ha conseguido, señor Atxaga. Objetivo cumplido. Felicidades.

He leído también por ahí que Atxaga tiene entre sus planes publicar próximamente las experiencias vividas en Nevada (EEUU), donde residió mientras escribía Siete casas en Francia. Un avance ya nos dio en el blog que mantuvo mientras tanto. Cuenta que una de sus vivencias más remarcables fue que conoció a Hillary Clinton, a la que admira mucho. Mira tú por dónde qué casualidad, que yo también soy hillarysta convencida. Al final ha resultado que Atxaga y yo no estamos tan alejados y tenemos más que ver de lo que parecía.


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sábado, 25 de julio de 2009

Operación Ogro


Ya no recuerdo muchas cosas, detalles. No recuerdo, por ejemplo, si fue en primavera, otoño o invierno. En verano, no, no creo, porque sí recuerdo, en cambio, que hice pira y no fui por la tarde a clase. Me pasé horas y horas asomada a la ventana de la casa de mi amiga Josune, viendo a Eusebio Poncela rodando en mi barrio una escena de Operación Ogro.

Por aquellos entonces Eusebio Poncela no era tan famosísimo como lo fue poco después gracias a Los gozos y las sombras, pero yo ya lo conocía, porque era una criatura peliculera, teatrera y marisabidilla y, para más inri, no vi nunca Los gozos y las sombras, como tampoco vi Hombre rico, hombre pobre ni Fortunata y Jacinta ni Poldark, porque en cierta larga época de mi última infancia, adolescencia y primera juventud me dio por no ver la tele y no hacía nada más que leer y leer. Ahora me estoy desquitando.

Para una escena de poco más de un minuto se tiraron una tarde entera rodando. La repitieron mil veces: mil veces cayó Poncela abatido por la ráfaga de metralleta de un guardia civil y otras mil huyó corriendo su compañero calle Calvo Hermanos abajo. Por cierto, Poncela tenía una cara de colgao que no podía con ella; lo digo a título informativo y no por fastidiar, porque lo admiro muchísimo. No firmaba autógrafos, no hablaba con nadie. Los chiquillos del barrio se dirigían a él y se les volvía de espaldas; dejaba la mirada flotando yo qué sé dónde.

Su compañero de escena sí firmaba autógrafos. Alguien me enseñó uno (yo no lo pedí a nadie, porque para esas cosas era, como ahora, enfermizamente tímida). Firmaba "Xabi". O "Txabi", ya os digo que hay cosas que no recuerdo. Y añadía "Gora Euskadi". Ni idea de quién podía ser.

Volví a ver hace poco Operación Ogro en el canal DCine Español. Me enterneció recuperar mi barrio de hace treinta años, la carretera de la ría, el hospital de Cruces... Qué feo, qué duro todo, qué poco hemos escrito de las épocas negras que nos tocó vivir, en el top ten de las estadísticas más chungas: paro, pobreza, terrorismo, violencia callejera, delincuencia, drogadicción... Cuánto nos queda por contar. También lo bueno, claro. A ver si un día de estos nos ponemos manos a la obra.

La escena que rodaron en mi barrio no debe de ser importante, porque no la he encontrado en la red, así que os pongo esta otra, que es exactamente cuando Carrero voló.


Operación Ogro (1979), de Gillo Pontecorvo, con Gian Maria Volonté, José Sacristán, Eusebio Poncela y Ángela Molina. Música de Ennio Morricone.
La foto de Poncela, espléndida, es de
Thomas Canet.



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domingo, 19 de julio de 2009

Ferrarruga Ferragosto o muerte al Photoshop

¡Madre mía! Mamma mia! ¡En cuántas cosas me han hecho pensar los setenta y cinco minutos de esta película! (No sé qué me pasa, que últimamente todas se me hacen cortas)

Me han hecho pensar en los ferragostos que he vivido yo en Italia. Aunque Santa Wikipedia dice que Ferragosto es la fiesta del 15 de agosto, en Italia llaman así a la semana entera o, al menos, a los días de alrededor, en los que el país se paraliza, las ciudades se desertizan y la costa se superpuebla de familias ruidosas y cuadrillas de amiguetes que tampoco idolatran el silencio. Mis batallitas de abuela Cebolleta en la Italia más o menos profunda tienen su gracia y ya os las contaré otro día, porque ahora prefiero hablar de este otro ferragosto romano que viví en los Renoir.

Me ha gustado esta visita a la Roma interior, en la que apenas se adentran los turistas, la Roma que se achicharra en verano y que huye, en cuanto puede, a la playa. ¿Toda Roma se marcha? No, se queda Gianni, un cincuentón solterón, amante del dolce far niente y algo borrachuzo, que se llama igual que Di Gregorio, el director, porque es él mismo también actor, de la misma manera que todas las demás actrices y actores se llaman como sus personajes.

Estábamos en que Gianni no se va de Roma; yo creo que porque no quiere, pero pone como excusa que tiene que cuidar a su anciana madre, la tremenda signora Valeria. Os la he puesto en la foto.

Hasta ahí, todo en orden, pero resulta que la cosa se complica porque sus amigos Alfonso y Marcello tienen compromisos "ineludibles" y Gianni, que es un buenazo y además no anda bien de pelas, acepta hacerse cargo de sus madres y tía. Y ahí se juntan todos para la comida del quince de agosto, y ahí reúnen sus vidas, sus neuras, sus filias y fobias, sus recetas favoritas. Ahí estalla su aislamiento familiar y es un festival de primeros planos, de surcos, estrías y hendiduras, en los rostros, brazos, ojos, manos y labios, proscritos de las pantallas por obscenos, porque no pasan el cásting y nunca aparecerán en ningún concurso de Telecinco ni entre esa gente que sale en los mítines tras los oradores.

Me han hecho pensar en mi propia familia y entorno cercano, poblado por una generación de longevas señoras viudas con un buen pasar, tras la que probablemente vendrá una segunda generación de solteras y divorciadas bastante menos sobradas de guita.

Me han hecho pensar también en las vacaciones romanas de Fer, en la estupenda novela de Arrieta La sobremesa del 15 de agosto y, por supuestísimo (no hay más que ver el cartel), en el mítico paseo en Vespa de Nani Moretti en Caro diario.

¡Ah! Y me ha chiflado la banda sonora de Ratchev & Carratello. Podéis oír algo en la web oficial, que es encantadora.

Vacaciones de ferragosto
(
Pranzo di Ferragosto)
Italia, 2008
Gianni di Gregorio
Premio a la mejor ópera prima en Venecia


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martes, 14 de julio de 2009

Una novela rusa


Esta novela rusa es también una ruleta rusa por lo que tiene de suicida. Porque hay que ser un destroyer, un arrojado o un verdadero inconsciente para atreverse a jugar así con la propia biografía. Si ya es un peligro escribirse una vida pretérita, medio real medio irisada, ¿qué decir, pues, de lo que hace Emmanuel Carrère, que se escribe la vida pasada, la presente y la futura? Pues eso, que es un suicidio, una ruleta rusa.

A este subgénero narrativo lo llaman autoficción o ficción biográfica (también puede decirse, a la inglesa, que es non-fiction novel) y vive dios que me gusta. Lo cultivan varios de mis favoritos, de los que ya os he hablado: Jaime Bayly, Hanif Kureishi, Fernando Vallejo... Pero creo que nadie hasta ahora (corríjanme si me equivoco) lo había llevado tan lejos como Carrère en Un roman russe. Lo ha llevado tan lejos, tan lejos, que, si yo escribiera algo así sobre mí misma y se leyera tanto como se lee la obra de Carrère, al menos en Francia, no me atrevería a salir de mi casa en varios meses ni contestaría al teléfono ni encendería el ordenador. Vale, bueno, dirán ustedes dos cosas: una, que soy demasiado pudorosa, lo cual es cierto; y dos, que cabe la posibilidad literaria de que sea todo mentira. De acuerdo, pero, entonces, ¿por qué exponer así, no sólo los propios nombres y apellidos, sino también los de la madre, el padre, la novia, los hijos...?, ¿por qué no crear un personaje igual de antipático, neurótico, cruel y estúpido, pero que no se llame como uno mismo?
Pasmada me deja semejante exhibicionismo. Si no formara parte de una terapia perversa, me preguntaría a qué viene tal autoflagelación pública, tal dejar al descubierto las miserias familiares, la intimidad sexual, los cadáveres del armario, las infidelidades por ambas partes, los desamores nefandos, las heridas que aún supuran... Pero Carrère confiesa que escribe como terapia, para poder hablar por fin de ese tremendo elefante rosa que tiene en la cabeza y que no puede expulsar de ahí precisamente porque le han dicho que no piense en él: Cuando algo no se puede decir ni contar, se convierte fatalmente en lo único que se puede y se debe decir y contar.
Tal proceder será terapéutico, no soy quién para negarlo, pero el resultado es impublicable y así lo dice él mismo en la novela publicada, que lo que ha escrito no verá nunca la luz, por deferencia a su madre y a su novia.

De lo que he dicho podría deducirse que sólo se puede disfrutar con esto si se es, como yo, una maldita cotilla; pero no, no es para tanto. La novela tiene otros atractivos. Empieza más a la manera de Una semana en la nieve, con historias dentro de la historia, leyendas y brumas de las que alimentaron su infancia; esos relatos que uno se puede creer o no, pero que nunca se comprueban ni se verfican y que tampoco son forzosamente mentira. Luego se centra más en la relación entre el protagonista y su novia Sophie, que, por si no fuera ya suficientemente turbulenta, el escritor se encarga de adornar haciendo piruetas con el destino.

Además de la autoficción, Carrère dice que cultiva también la literatura performativa, la que se escribe para que sucedan cosas, pero a veces pasa como en La pata de mono, de William W. Jacobs, que Carrère cita en Una semana en la nieve: que lo que una desea que suceda, sucede y es horrible, o como en la frase de Michel Simon que aparece en Un roman russe: A fuerza de escribir cosas horribles, acaban por suceder.


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jueves, 9 de julio de 2009

Bilbao La Nuit: Pagafantas

Tenía ganas de comedia, de entretenimiento del bueno, de risa, guardaba buen recuerdo del corto Éramos pocos, del mismo director, Borja Cobeaga, y me apetecía ver mi ciudad en el cine, que no se prodiga mucho, a pesar de su fotogenia.

Lo de la risa, objetivo cumplido, gracias a Gorka Otxoa, Óscar Ladoire y unos diálogos ágiles y frescos.

Lo de ver Bilbao (y Portugalete, que también rodaron allí), no se cumplió tanto, pues la ciudad sale en todas las escenas de noche y, en cuanto a ambiente nocturno, no queda precisamente a la altura de Las Vegas. O sea, que me he tenido que conformar con reconocer dos o tres bares y alguna cara conocida entre los extras.

Otra cosa buena que puedo decir de la peli es que se me hizo corta, que muy a gusto me habría quedado otra media horita más para ver que pasa en las vidas colgadas de estos personajes, como cuando ves una serie de televisión que te gusta y te apetece un capítulo más, y otro, y otro más. Pero como las tramas, al final de la peli, quedan bastante abiertas, me consuelo pensando que puede que haya una Pagafantas 2 o Pagarrefrescodenaranja en América.

Y ya que me ha quedado claro que el pagafantas es un pobre hombre condenado a volverse loco por mujeres que no lo desearán jamás, me quedo con ganas de ver la película de la chica con la que el pagafantas se empareja, esa chica a la que no querrá nunca, a la que hará culpable de todas sus miserias y a la que, por usar palabras de la gran Bree Van De Kamp, golpeará todos los días con una ardilla muerta. Sí. Leería a gusto ese guión, aunque me temo que no tendrá maldita la gracia.

Pagafantas, de Borja Cobeaga. España, 2009. Comedia. Con Gorka Otxoa (Chema), Sabrina Garciarena (Claudia), Óscar Ladoire (tío Jaime), Kiti Manver (Gloria), Julián López (Rubén), María Asquerino (Sra. Begoña), Michel Brown (Sebastián), Bárbara Santa Cruz (Elisa), Ernesto Sevilla (primo), Teresa Hurtado de Ory. Guión de Borja Cobeaga y Diego San José.


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sábado, 4 de julio de 2009

Suicidio a crédito


Sólo Ricardo Bosque ha sabido ver cuánto se parecen las labores detectivescas y las de los paparazzi: La mayor parte del tiempo la pasamos como los detectives, esperando en un coche si tenemos suerte y en la puta calle el resto de las veces, a ver si sucede algo. Y casi nunca pasa nada.

Así lo cuenta en Suicidio a crédito, una novela rosa y criminal, como él mismo la define en la amable dedicatoria que escribió en mi ejemplar.

Suicidio a crédito es rosa porque à clé tiene personajes como Marta Platillo, Rosa Santana o Maite Zanzíbar (me ha quedado misógino, ¿no?); y es criminal porque la protagonista, la gran Tana Marqués, es, según se mire, una asesina a sueldo o alguien que practica el noble arte del suicidio asistido, como con el gallego ese de la película. Y da la casualidad que recibe el encargo de "suicidar" a Martín Santos, un famosete candelabrero, un actor en horas abisales, un tipo que sabe que le quedan dos telediarios y los está viendo con un cubata en la mano.

No digo yo que sea esta la primera novela de la historia que mezcla lo rosa y lo criminal. Sin pensar demasiado, se me viene a la cabeza otro ejemplo reciente: Adiós, princesa, de Juan Madrid, que narra el asesinato de una periodista que era novia de un príncipe. (Por cierto, vaya peripecia disparatada; ¿de dónde la habrá sacado?)

También tiene Suicidio algo de novela de espías, pues en el mundo del periodismo rosa tienen enorme peso la intriga, los rumores, las informaciones a media voz y los secretos a gritos. Y, además, porque tiene personajes y escenas impagables, como cuando la mandamasa de la industria cardiaca, la que de verdad mueve los hilos y escribe los guiones, recibe a la protagonista en un escenario propio de la saga de 007: en un despacho descomunal, tras una mesa imponente y casi casi acariciando el lomo de un gato blanco de angora.

Ricardo nos regala también en la novela una comprimida e inspirada historia del periodismo del corazón en España hasta su última fase, la deslocalización en busca de mano de obra barata, y se pone, para mi gusto, un poco apocalíptico cuando habla de relaciones turbulentas o circo de los horrores, como si la afición a lo rosáceo fuera el peor de los males del país. Pero ya digo que se pone sólo un poco apocalíptico y reconoce que siempre hemos necesitado, además de héroes, bufones y peleles, destinatarios de nuestro desprecio, burla y odio hacia nosotros mismos y nuestros iguales, y que quien consume género rosa no es tonto, aunque se distraiga con tonterías.

En fin, que me he divertido mucho con el pretendido glamur y los lugares comunes de la televisión y el colorín y, ahora que conozco a la suicidadora Tana Marqués, veo de otra manera las extrañas muertes de estrellas del pop, rutilantes princesas y bellos herederos. No haré más declaraciones.

Ricardo Bosque: Suicidio a crédito
Mira Editores, 2009



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miércoles, 1 de julio de 2009

Entrevista con Ellroy


Encuentro en la red una entrevista de Laura Miller a James Ellroy. Es bastante viejuna, de 1996, cuando promocionaba su libro Mis rincones oscuros, que, como bien sabéis, ya que sois todos fans totals, trata de un asunto tan alegre y sencillo como el asesinato de su madre.

La entrevista entera merece la pena, pero, por si os da pereza leerla toda y en inglés, os he traducido algunos fragmentos y no os voy a cobrar nada por ello. Así cierro esta miniserie dedicada a Ellroy (ved aquí las entregas una y dos), que continuará en cuanto pille alguna otra novela suya de las muchas que tengo todavía sin leer.

Empieza Laura Miller diciendo que James Ellroy "es el sueño de todo publicista: tiene una historia personal explosiva, le encanta hablar con la prensa y parece carecer de vergüenza." Con este arranque, ¿quién se resiste a seguir leyendo?

Bueno, vamos, sin más, con lo que dice Ellroy.

En un momento dado decidí ser mejor escritor, arriesgarme, crear la novela que destruyera las convenciones del género (...) Decidí también acabar con los protagonistas psicópatas sexuales. Ahora me interesa la política como crimen. (...) El género criminal es la historia de la delincuencia en América en el siglo XX, pero yo quiero elevarlo literariamente un nivel más.

(...)

Nunca he leído mucha novela negra ni me ha gustado demasiado. No pude acabar "El asesino dentro de mí", de Jim Thompson; me pareció una porquería. Sinceramente opino que el género negro es un cliché.

(...)

Odio a los héroes de Chandler. Y detesto los libros sobre asesinos en serie. Ensalzan a tipos malignos, patéticos y horribles. Los desprecio.

(...)

Preparando Mis rincones oscuros me di cuenta de cuánto me parezco a mi madre. Yo también tengo un lado disipado y licencioso. Pero puedo vivir con él; a mí se me permite, pero a mi madre la mató. Yo soy un hombre y era un borracho, drogata y putero en la década de 1970. Ella era mujer y vivió en los 50. Los prejuicios sexistas me favorecen. A ella, no.

(...)

El libro también me ha brindado la oportunidad de conocer a detectives de homicidios de verdad. Son mujeres y hombres brillantes y muy eficientes. En la comisaría que he frecuentado trabajan unos ciento veinte, de los cuales sólo cinco o seis no son obesos. Viajan mucho, no hacen ejercicio y les preocupa poco la comida, la bebida y hasta su propia vida. Así que monto en cólera cada vez que veo sólo cinco minutos de cualquier serie de televisión con polis guaperas y chicas jóvenes y esbeltas. Las detectives de homicidios tienen todas cincuenta tacos. Son señoras gordas de cincuenta años y tienen el aspecto de las señoras gordas de cincuenta años, exactamente igual que sus compañeros gordos de cincuenta años.


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