Ahora escribo yo mi pasado, salpico de una felicidad inefable todos mis días de la infancia y de la juventud.Estas líneas de Linazasoro me han hecho pensar irremediablemente en Vallejo y en los días azules y luminosos de su infancia.
Porque es cierto que poco nuevo nos cuenta en El don de la vida. A sus odios de siempre (el lenguaje de los políticos, Octavio Paz, las embarazadas) añade un puñadito de nuevos o no tan nuevos (Borges -"Para ser un gran escritor hay que tener un alma grande y Borges no la tenía"-, García Márquez -"lambeculos de tiranos"-), a sus amores de siempre (sus perras -una con nombre vasco, Argia- y los animales en general, Medellín -"ciudad de mendigos y acuchillados"-, Cervantes, Mozart, Chavela Vargas) añade un brioso y alegre interés por el sexo (¿a la vejez se nos volvió chingón?), porque quita el mal humor; pero, eso sí, sin violencia y sin reproducción; y así sigue: cose historias, inserta exabruptos, suprime toda acción e hilo argumental y contnúa hasta que llega a la página ciento cincuenta o así, que es cuando decide poner FIN. Le importa un bledo repetirse infinitamente y me pregunto si está en un envidiable máximo punto de absoluta libertad narrativa o todavía puede ir más allá, aunque me inclino por lo segundo.
Me sigue gustando, embobando incluso, su lengua descarnada (como su misterioso interlocutor), feroz y dulce, que eleva a literario lo blasfemo y lo vulgar. Sigo aprendiendo bonitos insultos (tenéis unos cuantos en Wikiquote) y expresiones malsonantes y espero que no cumpla su palabra y publique otro libro. Aunque todos sean el mismo.
Fernando Vallejo: El don de la vida, Alfaguara 2010
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