Mi padre se marchaba todos los días a las ocho y regresaba poco después de las siete, con los bolsillos llenos de pasta.
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Los billetes los archivaba en un billetero con muchos clasificadores y lo introducía en un escondrijo en forma de libro.
Apuntaba los ingresos y los gastos en un cuaderno grande de tapas negras. Según la época del año, el cuaderno estaba caliente o frío; me servía de barómetro. Ponía la mano encima y, según le pegara el sol o no, el cuaderno me quemaba o me helaba y así sabía yo qué fiestas estábamos a punto de celebrar.
Mi madre, ahorradora ella, hacía sus previsiones, por si acaso, antes de las fiestas y así, cuando el cuaderno se enfriaba, era porque se acercaba la Navidad y yo me esperaba unos dulces o algo así, un regalito simple y tranquilizador, nunca nada demasiado bueno.
A mí me gustaba cuando el cuaderno estaba frío, pero también cuando quemaba, porque anunciaba la piscina, gofres, jugar a palas, la elección de miss y el concierto de rock.
Mi madre se las arreglaba para que mi hermano y yo participáramos en todas esas actividades. Ella era la protectora del hogar y mi padre nunca le decía que era una buena mujer de su casa ni un ángel; le decía que era un adefesio. Y aunque ella sabía que no lo decía en broma, sonreía y hacía ver que era una especie de juego.
Claire Castillon:
Les Merveilles
Grasset 2011
La traducción y la adaptación son mías.
Otra entrada en Boquitas Pintadas sobre "Les Merveilles": Un gancho de carnicero
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