
Hay quien cree firmemente en la omnipotencia de los libros y la lectura.
Ejemplos de esta fe tan optimista los hay a montones en la red. Si lees, dicen, hablarás mejor, escribirás mejor, entenderás mejor, se te desarrollarán ciertas capacidades mentales que, si no, permanecerán atrofiadas, serás más libre, tendrás opiniones propias, podrás participar en más conversaciones.
Y, claro, en sentido contrario, quien no lee es un borrico que abre la boca y no habla, sino rebuzna. Como si no hubiera otros escapes culturales, como si no existieran la música, el cine, la pintura y otras actividades que también estimulan el cerebro.
No comparto yo, en fin, esa excesiva confianza en las bondades de la lectura ni esa satanización total de los iletrados. Conozco demasiada gente a la que los libros no han hecho más sabia ni más bondadosa: sólo más erudita. Y una cosa es la cultura y otra, la erudición. Estoy segura de que todos habéis tenido una abuela, un tío, alguien que apenas sabía escribir su nombre y, sin embargo, poseía una innegable sabiduría.
Sí es cierto que la afición a la lectura te permite, como suelo decir, no vivir apegada a lo terrestre, poder flotar unos centímetros por encima de la vulgaridad. Y eso es algo parecido a ser más libre. También creo que Platón es un buen complemento del prozac. Pero leer no te salva de todo, no te insufla seguridad en ti misma, no te inmuniza contra la desdicha, no te hace mejor persona, ni más simpática, ni más querida, ni más tolerante. Y sobre todo: la afición no se hereda. Hay hijos iletrados de padres cultivadísimos y devoradores de libros con padres analfabetos.
Y esto lo escribo recién regresada de la
Feria del Libro de Madrid, a la que yo llamo (con todo cariño, por supuesto) la feria de las vanidades.
En la foto, un sillón-librería. ¿A que es chulo?
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