Tallulah Bankhead,
actriz y celebrity, nació en 1902 en
Alabama y murió en 1968, a los 66 años y todavía en activo, en Nueva York.
Trabajó en cine (con Cukor y Hitchcock, entre otros), en radio y televisión,
pero donde verdaderamente brilló y disfrutó fue en el teatro.
Escandalosa,
coleccionista de amantes y bisexual, fue pionera multimediática, celebrity
televisiva, princesa del pueblo e icono gay.
Le he dedicado un articulito en Zinéfilaz. Allá nos vemos.
Para acabar de deprimirme en Navidad, arrastrada por el clasicismo del boxeo como metáfora y el patetismo de los derrumbes humanos (no importa que nos hayan contado una y mil veces la misma historia; siempre desgarra un poco), fui a ver Urtain y me reconcilié con el teatro. Fue un feliz reencuentro tras meses y meses sin contacto: en mi ciudad se programa poco, de lo que se programa todavía menos me interesa y lo que veo difícilmente me complace.
No fue así con Urtain, la penosa historia de José Manuel Ibar. Me sorprendió su inmenso protagonista, Roberto Álamo, a la altura de cualquier Jake La Motta, que respira y habla como tres personajes: Urtain héroe mediático, Urtain en horas abisales y Urtain padre, José Ibar. Me sorprendió también encontrarme en un proepílogo o epiprólogo con la historia de la espeluznante muerte de este último, que servidora ya conocía gracias a Hamaseigarrenean, aidanez, la estupendísima novela de Anjel Lertxundi que lamentablemente está sin traducir. Es una novela que tiene mucho de policiaco y siempre se compara con Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, pues desde el principio nos dice que alguien la palma y de mala manera, con la peculiaridad de que el punto de vista predominante es el de Martzelina, la esposa del protagonista, con todo su halo de soledad, silencio secular y ruralismo nada arcádico.
A partir de la novela, el propio Lertxundi escribió un guión y dirigió un mediometraje con el mismo título. ¿Veis? Ya me he ido a la novela y al cine. Pero regreso a la pieza teatral para decir que, en mi humildísima opinión de treatrera rara, le sobra la tan manida operación nostalgia y la dosis exagerada de caricatura y esperpento: en absoluto lo necesita; la historia ya es suficientemente grotesca de por sí. Y, si no me creéis, echad un vistazo a este fragmento del documental Urtain, el rey de la selva o así (1969), dirigido por Manuel Summers.